diumenge, 3 de març del 2019

Briseida: con amor a Troya.

Este es mi relato sobre la guerra de Troya desde la visión de Briseida (sabed que hay hechos inventados) ¡Espero que os guste!  Sara Samper González

Ante la advertencia de Criseida, me escondí con ella en el sótano polvoriento. Los aqueos estaban en mi ciudad y yo me escondía mientras un pueblo entero, el mío, se debatía entre la vida y la muerte, en medio de la guerra más sangrienta que mis jóvenes ojos habían visto.
Oí como se abría la puerta de la casa, asomé la cabeza por la puerta del sótano y me horrorizó lo que vi: los aqueos saqueaban mi casa, y uno de los soldados, amenazaba con su espada al rey Mines, mi esposo, poniendo el filo de la espada en su cuello. Criseida y yo ahogamos un grito al ver cómo lo mataban allí mismo, a sangre fría.
—¡Busca a las mujeres! —exclamó Agamenón. 
Entonces. escuché unos pasos que venían hacia nosotras. Tragué saliva, intentando quitarme el nudo que se había formado en mi garganta, que escondía los sollozos que ahora mismo querían salir corriendo de allí, como dos caballos que huyen despavoridos por el sonido de una rama, y dejarme sin voz. Busco con la mirada a Criseida, que está escondida debajo de una mesa, en cuclillas, abrazándose las pernas, temblando, me arrodillo a su lado, poniéndole la mano en el hombro. El hombre que venía a por nosotras estaba cada vez más cerca, lo podía sentir, la presión en mi pecho aumentaba, notaba el sudor en las manos y los latidos de mi corazón, se oían más fuertes a cada segundo que pasaba, era nuestra perdición, y yo lo sabía, pero no estaba dispuesta a dejarme vencer, no tan fácilmente, no me enseñaron eso. Ayude a mi prima a levantarse, para buscar juntas un sitio en el sótano que estuviera más escondido, pero fue demasiado tarde, cuando Criseida se levantó, un hombre la agarró bruscamente de la cintura, alzándola del suelo, y otro hizo lo mismo conmigo, forcejeé, intentando que me soltara, pero fue en vano.
—¡Criseida, no! —grité cuando nos separaron, tan fuerte, que se me podría haber oído desde la torre más alta de Troya.
Alguien me cubrió los ojos con un pañuelo y me subió a un carruaje. Mientras íbamos al lugar en el que los aqueos se resguardaban, escuchaba los gritos agonizantes de los troyanos caídos, y juro que había una fuerza inexplicable que me empujaba a saltar del carruaje para ayudarles, mas hice por reprimirla, pues hubiera sido inútil y lo único que hubiese conseguido haciéndolo, habría sido poner en peligro mi vida, más de lo que ya estaba.
El carruaje frenó y me empujaron para que saliera de él. Iba descalza, notaba como las piedras se clavaban en mis pies desnudos. Sentía que caminaba hacia el inframundo, yendo al encuentro de Caronte y su barca, con la sensación de que dejaba atrás mi vida tal y como la conocía, de que nada nunca volvería a ser igual. Nunca.
Cuando me quitaron el pañuelo de los ojos, vi a un hombre camuflado tras una armadura y un casco, el cual, solo dejaba ver unos ojos azules, intensos, que me miraban, triunfantes.
—No son mal botín de guerra, ¿no? —Bromeó Agamenón, dirigiéndose al soldado de ojos azules—¿Con cuál te quedas? 
—Una mujer hermosa nunca está de más, ¿No es cierto? Con ella—dijo, señalándome a mí, acercándoseme.
Entonces, oí un llanto a mi lado y me di cuenta de que la persona que lloraba era Criseida. Al verla, únicamente, me gire, le apreté la mano, y le susurre al oído: «Sé fuerte».
Una vez en la cabaña del soldado, él, se quitó el casco, sacó la espada de su soporte, y en ese momento, lo reconocí. Era él, era el soldado que había dado muerte a su marido.
—¡Tú, tú le has matado! —le reproché, sin poder contener las lágrimas, esta vez no.
Él no se inmutó, no movió ni un músculo.
—¿Acaso quieres matarme a mí también?
—No—contestó. —Patroclo, quédate con ella, por favor.
¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que un hombre que acababa de matar a un hombre hacia apenas doce horas, no mostrara ni la más mínima mueca de pena por haberlo hecho, ni la más mínima culpabilidad?
Me quedé en la cabaña con aquel tal Patroclo, que intento consolarme, abrazándome, pero yo no le dejaba hacerlo, cada vez que intentaba abrazarme, yo le esquivaba, hasta que no pude aguantar más la careta de mujer fuerte y me dejé abrazar por él.
—Tranquila, tranquila—me susurraba, acariciándome la cabeza.
—Tu amigo, tu patrón o… o lo que quiera que sea tuyo, ese hijo de Hades, ha matado a mí marido, ¿Y tú me estás pidiendo que me tranquilice?
—Mi amigo se llama Aquiles, y no es ningún hijo de Hades ¿Me permites que te dé un consejo? En la guerra las personas mueren, es inevitable, más vale que lo comprendas pronto o cada recuerdo de tu vida será una punzada de dolor en el corazón. En la guerra hay muerte, asúmelo.
—¿Por qué debo aceptar consejos tuyos si ni siquiera sé tu nombre?
—Eso se arregla fácilmente, soy Patroclo, ¿Y tú eres…?
—Briseida.
—Encantado—me dijo antes de irse, estrechándome la mano.
Ya no lloraba, ahora sentía impotencia por no poder salir de allí y porque en ese momento, comprendí que ese hombre llamado Patroclo tenía razón, en las guerras había muerte, muerte y dolor, nada podía hacer yo ante eso.
La noche llegó al campamento, recé para que los dioses cuidaran de Mines, para que nunca lo dejasen solo. Cuando acabé de hacerlo, vi que Aquiles entraba en la cabaña con mi cena y me giré, no quería mirarle a la cara. El odio que había en mi interior era tan grande que me sentía incapaz de mirarlo sin tener ganas de matarle.
—Nosotros no nos apreciamos, ni ahora me voy a esforzar para que en un futuro lo hagamos. Tú vas por tu camino y yo por el mío, pero, créeme, conmigo estás mejor que con Agamenón.
Como no dije nada, siguió hablando.
—¿Sabes qué haría Agamenón si estuvieras con él? Te forzaría, serías su esclava sexual.
Seguí callada.
—Viendo las pocas ganas que tienes de hablar, supongo que no me dirás ni tu nombre.
—¿Y no piensas hacerme lo mismo tú? — le pregunté, girando la cabeza, respondiendo a lo que había dicho sobre Agamenón.
—¿Forzarte? Nunca lo haría.
—¿Se supone que por eso debería sentirme más segura? Porque no lo estoy
Iba a decirme algo, pero le corté.
­—¿Se supone que debo sentirme segura al lado del hombre que mató a mí marido?
—Mira, ¿Sabes qué?...
Se fue de la cabaña sin acabar la frase. Yo, decidí gritarle mi nombre, sin estar segura de si lo había escuchado.
Pasaban los días y él seguía llevándome comida. Yo seguía sin comerla, no podía aceptar nada suyo, prefería morir antes que hacerlo. Además, Aquiles tampoco se esforzaba para que nos lleváramos bien, nuestras vidas no iban en ello. Sin embargo, no podía negar que me parecía atractivo y guapo, cada vez que se lavaba, yo fingía que no le observaba, girándome, como hacía siempre, pero, en realidad, lo miraba por el rabillo del ojo, veía sus músculos, sus pectorales desnudos y notaba como mis mejillas se ruborizaban. Cada vez me ocurría con más intensidad, incluso, me di cuenta de que yo también le atraía. Un día, uno de esos en los que yo me negaba a comer, en una de esas noches, Aquiles entró por la puerta de la cabaña con un plato lleno de fruta fresca y más comida, se quitó el casco y sus ojos azules se posaron en mí.
—Se acabó, llevas varios días sin comer, así que, te he traído esta bandeja para que te lleves algo al estómago, y no me moveré de aquí hasta que lo hagas.
Negué con la cabeza.
—¿Prefieres morir de inanición?
—Sí, yo también soy troyana, no quero recibir tratos de favor, mi patria se está desangrando, y todo por qué, por tu honor; ¿Pero la sangre derramada de miles de personas merece honor?
—¿Y tú crees que a mí me gusta matar?, dime, ¿Cómo era tu vida antes de que esta guerra estallara? —preguntó, sentándose enfrente de mí.
—Era bastante feliz, la verdad, teníamos una vida simple, ¿Y la tuya?
—¿La mía? Yo no tenía vida antes de ninguna guerra, fui criado para luchar. De pequeño, lo primero que aprendí fue que hay que proteger a un rey, sin importar tus ideales, corazón, escrúpulos o la sangre que derrames.
 Se levantó, cogiéndome del codo, haciendo que me levantara bruscamente. De repente me di cuente de que nuestras bocas estaban a escasos centímetros y al subir la mirada y ver sus ojos clavados en los míos, con una mirada intensa, noté como mi pulso se aceleraba. ¿Qué me pasaba? Me había enamorado del hombre que había dado muerte a mí esposo, de hombre que más daño me había hecho y había pasado la víspera de uno de los peores días de mi vida soñando con él.
El día que vi a los siervos de Agamenón de nuevo entraron en la cabaña acompañados por Aquiles, alegando que tenían que llevarme frente a su amo, pues había aceptado liberar a Criseida a cambio de mí, como le sugirió el adivino para mitigar la peste enviada por Apolo. Lo que más me dolió fue que Aquiles no hizo nada para impedirlo.
El tiempo que pasé junto a Agamenón fue un calvario, me pasaba las horas contando el tiempo que quedaba para que Aquiles viniera a salvarme. Un día, lloré tanto que se podía haber llenado el mar Egeo con mis lágrimas, pues me enteré de la muerte de mi fiel amigo Patroclo, el hombre que había soportado mis lamentos y me había hecho reír en los momentos más difíciles. Aquel día, recé más que nunca porque mi calvario terminara.
Unos cuantos meses después, oí que alguien entraba en el campamento dando voces:
—¿¡Donde está Briseida!? —exclamó  y al oír su voz, salí corriendo de la cabaña.
Lo vi apuntando a Agamenón con su espada y corrí hacia él para evitar que hiciera lo que estaba a punto de hacer.
—¡Aquiles!
Cuando me vio, él también corrió hacia mí y en ese momento, el mundo se convirtió en una burbuja, nos miramos, él, escondió sus dedos en mi melena morena y ondulada. Yo, puse las manos en sus hombros, de repente, estábamos tan cerca que nuestras bocas se buscaban, encontrándose cuando nuestros labios se rozaron, en ese instante, me sentí segura.
Sin decirle nada a Agamenón, Aquiles me llevó consigo y aquella noche dormí junto a él, con los dedos enredados en su melena rubia. Pero no lo pude hacer más, puesto que unos días más tarde, Paris, mató a Aquiles, vengando la muerte de su hermano Héctor, al que Aquiles había matado para vengar la muerte de Patroclo.
Yo lloré tanto aquella noche, que no pude aguantar la pena y me sumergí en el mar, no sin antes recordar las últimas líneas de la carta que enterré en la arena: “en una tierra destrozada por el dolor y el amor, con amor a Troya”.

.